En colaboración con Claudio López y Andrea Toloza
¿Y vivieron felices por siempre...?
Caminaba por la calles de mi amada China, llenas de la algarabía propia
de los transeúntes del lugar. Personas contentas por donde se las mire; bulevares
repletos de vendedores ambulantes y cortesanas bonitas esperando la invitación
de algún apuesto comerciante rico o un político consolidado.
Yo era un vago que tenía que
arreglármelas como pudiese: buscaba comida, ropa, un techo y algún trabajo que
me ayudase a sobrevivir. Al ser el primogénito de una familia numerosa, tuve
que abandonar mi hogar cuando fui mayor de edad ya que el pan no alcanzaba para
todos. Mis padres me dejaron un legado sin futuro. Pero, a pesar de todo, lo que más quería era
una dama que me permitiesen despejar las dudas que tenía todo el condado sobre
mi sexualidad.
En Beijing abundaban las hermosas mujeres, pero yo me sentía atraído desde
mucho tiempo atrás por una dama en especial: se
llamaba Li Xian; ella era la belleza personificada. Formaba parte de una
familia dedicada a la exportación de especias a Europa, y por lo tanto, estaba
bien posicionada. Yo era su antítesis porque desde pequeño estuve obligado a
ayudar a mis padres en su trabajo, por lo cual tuve una infancia diferente a la
de ella.
Me ganaba la vida frecuentando las plazas públicas, ya sea para cometer
algún arrebato o poder mendigar comida a alguna alma caritativa. Gente de toda
clase se reunía en la vía pública para socializar con sus pares; es por eso que
siempre allí estaba ella.
Estaba ante un problema: ¿Cómo una lacra como yo podría acercarse a una mujer
de tan buen nivel? Ahí fue cuando me di cuenta que necesitaba cambiar y creí que
la forma más simple de aparentar era a través de la indumentaria.
Entonces, mi suerte empezó a
cambiar: apareció ante mis ojos la vestimenta de un mandarín que, junto a otros
bienes, su pareja había arrojado a la calle en forma de protesta pues se había
enterado que este le había sido infiel. Fue así que tomé su ropa y me arme de valor
para dar el segundo paso. Sabía dónde encontrarla.
Era la primera vez que pisé la plaza principal así vestido, ese día
buscaba algo diferente a un pedazo de pan. La divisé en la multitud y me
acerqué para entablar una conversación con ella, pero no tuve éxito. Ella no
fue capaz devolverme un simple saludo, me negó con su cabeza y se retiró; evidentemente,
el olor suciedad de mi cuerpo la espantó.
Derrotado emocionalmente, cambié la ropa por varias dosis de opio y bajo
los efectos del estupefaciente decidí no volver a acercarme a ninguna mujer; por
el contrario, orientación sexual también sufrió una alteración.
-
Y fue por
eso, señor juez, que abusé de un niño esa misma noche.
Esas fueron las últimas palabras del condenado antes de que la justicia lo sentenciara a la pena
de muerte.
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